
Aquella mañana de invierno, me levanté muy temprano y, sin hacer ruido, salí a la calle. El cielo lucía amenazador y una fina garúa que flotaba en la atmósfera, ponía una pesadez en el espíritu. Al sentir risas en el conventillo vecino, me acerqué cautelosamente. El Negro Lelo, sentado en una banca, contaba chistes obscenos a dos muchachos de su edad. Cuando me vieron en la puerta del tugurio me invitaron a sumarme al grupo.
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La Lila vivía a cincuenta metros de mi casa y yo era el único mortal que podía ingresar a su cuarto los viernes por la tarde, cuando la Lila leía desnuda en su catre de bronce. Era hija natural de un viejo y adinerado caballero español y de una hermosa mujer de pueblo. De la madre había heredado la tez blanca, los profundos ojos azules y una cabellera rubia y ensortijada.
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